Desnuda salía por las tardes, ataviada únicamente por una boina, pañuelo en mano y zapatillas negras; el tocado en ocasiones variaba: un gorro de caza, una cofia, o inclusive, el pañuelo anudado en la cabeza. El día que la descubrí alejándose por el sendero al bosque, llevaba encima una caperuza que ondeaba con la brisa, mientras una canasta se balanceaba ligeramente en su brazo y con la mirada fija al vacío sin emoción.
Intrigado, decidí seguirla, ocultándome en las sombras del bosque.
Se alcanzaban a ver sobre su piel caucásica los vellos de la piel erizados por el frío, caminaba decidida, sin prisa, andando por un camino no trazado, esquivando árboles caídos, animales muertos y hoyos de madriguera
Con una puerilidad de la que me avergoncé rápidamente, imaginé que un lobo salía y engatusaba a la joven. El ulular de los búhos y los gritos de los grillos a mí alrededor, me sacaron de mi ensueño y me regañé a mí mismo
El golpeteo de las zapatillas contra el suelo se volvió uniforme. Habíamos llegado a un sendero empedrado. Caminó varios metros hasta encontrarse con una cabaña abandonada. Toco débilmente y con voz suave susurró:
-Abuela, aquí estoy…