sábado, 23 de abril de 2011

Me detengo justo en la orilla

Me detengo justo en la orilla. El vértigo me hace retroceder. Me sudan las manos. Al momento que empieza a resbalar entre mis dedos el recipiente, recuerdo por qué estoy ahí y un escalofrió recorre mi cuerpo. Un escalofrío distinto al que haya experimentado antes. Quizás se deba a lo que contenga la vasija de metal. Quizás.


Yo fuí el que contesto la llamada. Levanté el auricular y escuche la voz de mi madre que se resquebrajaba mientras avanzaba en su monologo. Colgué y sentí las miradas ansiosas de mis tías y mi abuela.

-Que… mi abuelito… ha muerto…

El grito de mi abuela desgarro el ambiente. Las otras mujeres se abrazaron y comenzaron a llorar. Mis primos seguían dormidos.

-…Y que vayamos en un taxi al hospital

Es complejo lo que un adolescente de 13 años siente al anunciar la muerte de su abuelo a la familia. Los sentimientos se mezclan con las formalidades. Pedir un taxi, tranquilizar a mi abuela, poner agua para té a calentar, calzarme los tenis, volver a abrazar a todas. Respirar. Todo esto, siendo observado por la mirada de mi abuelo, desde los retratos en la pared.

Mi madre se derrumbó al vernos. El doctor se retiró y dejo los papeles cerca del cadáver. Todos se abrazaban, se despegaban para secarse las lágrimas y se volvían a abrazar. Nadie estaba con el cuerpo así que me acerqué. Le descubrí el rostro, la piel colgaba, no mostraba una expresión definida.

Recuerdo que en la primaria me despedía de él con un beso en la mejilla. Esa costumbre se fue desvaneciendo, quizá porque lo sentía ridículo, tal vez por ese cliché de que entre hombres no se besan. Pero siempre lo seguí anhelando. Y en ese momento me di cuenta que jamás iba a volver a suceder, nunca podría ya intentar despedirme con un beso en la mejilla.

Respire hondo y observe de nuevo a mi abuelo, inmóvil. Acerque mis labios a su rostro y los hundí en su mejilla de cera. La frialdad de la carne me hizo retroceder y una lágrima, la primera, escurrió hasta caer encima de la marca que dejé con mi beso. Me acerqué a mi familia y los abrace. A pesar que sollozábamos por el mismo hecho, el dolor de cada uno de nosotros tenía sus propias particularidades.

Todo paso muy rápido. Las coronas de flores inundaron el lugar, de tres estados distintos llegaron los pésames, el teléfono no dejaba de sonar y la funeraria siempre estaba atestada de gente. Colgué un enorme moño negro sobre el portón de mis abuelos y cada quien se amarro un listón del mismo color a la ropa oscura que empezamos a usar. Las ancianas vecinas, se ofrecieron para rezar el novenario en la sala donde tantas veces mi abuelo leyó las noticias relevantes del Excélsior para sus hijos y nietos.

Por las mañanas, me encargaba de recibir los ramos con listones enviados en su honor y por las tardes barría los pétalos ajados que alfombraban el piso del corredor. De tanto cempasúchil que había en el ambiente llegue incluso a impregnar mi ropa con agua de colonia, ya que mi piel había adquirido ese aroma a flor de muerto.

Jamás haba visto un horno crematorio. En la funeraria existía una sala sin ventanas y un horno de color blanco reluciente, donde ardían los ojos de estar ahí, Nadie nos previno, nadie tuvo la decencia de hacernos el anuncio. Mis primos y yo entendimos que ahí estaba mi abuelo cuando vimos su nombre en el enorme letrero que anunciaba la función de aquella sala y observamos a los hijos de mi abuelo salir, sollozando.

Lo entregaron en una urna de cobre, resplandeciente como lo eran los ojos de quien se encontraba dentro, convertido en cenizas.

Desde la noche en la que lo vi por ultima vez en el hospital, no haba vuelto a llorar. No fue hasta esa tarde en la que regresamos con él en su nuevo hogar metálico, cuando mi madre me entrego un sobre amarillento, con una caligrafía que reconocí como la del anciano, que llenaba de vida las reuniones familiares con su agudo sentido del humor y sus acertados comentarios. Salí al patio, y al terminarla de leer, no pude controlarme más, y llene mi boca con los ríos salados que manaron de mis ojos.

Nunca me explicare el porque de su decisión. No de que lo cremaran, sino de ser yo el elegido para esparcir sus cenizas. Hijo de la tercera de sus hijas, la veterinaria, aquella siempre al pendiente de sus padre, no como la segunda, Pilar, quien los visitaba cada que la biología se lo permitía. O su hijo Ramón, que se entero de la muerte al año de ocurrida.

Rectifique, en el sobre decía mi nombre.

Yo. Aquel niño que en quince días había barrido más de 15 coronas de flores decadentes, recibido casi un centenar de abrazos, besado la mejilla de la muerte, sentir dentro de mi como la parte donde coleccionaba mis recuerdos acerca de el se congelaban para ya jamás agregarse algún otro.

Me acerque al filo y volví a sentir el viento zumbando en mis oídos. Nadie prestaba atención al adolescente que observaba la ciudad desde el mirador con aquel brillante frasco entre manos. Lo destape lentamente. Mire su contenido, de un color gris similar al cemento y repase las instrucciones lentamente. Bese el frasco, pronuncié una serena e inaudible despedida, afiancé la urna con una sola mano, estiré mi brazo hacia atrás, espere un instante, y con gran esfuerzo, arroje la vasija.


Esperé a que mi abuelo se disolviera en el aire y, cuando no quedo nada en el paisaje, di media vuelta y retorne a casa.